Breve exabrupto sobre dos películas que, en sí mismas, son un exabrupto
Alfredo Aracil
Todo viaje, una vez comenzado, puede ser, al menos idealmente, el último. Sobre todo cuando se huye, o mejor, cuando se escapa, dejando atrás una casa embrujada por fotografías del pasado que, como un alma en pena, vuelven y vuelven acechando el presente. Sin embargo, Évora podría empezar una y otra vez, proyectarse en bucle, haciendo de esta road movie una historia interminable sin principio ni fin: la experiencia definitiva, aquella capaz de terminar con el mundo, de la que todos huimos pero nadie puede escapar. El cine de Mark John Ostrowski ama la autodestrucción como forma última de conocimiento extremo. Siempre de lado del signo de las cosas fatales, aquellas donde el deseo convive con la frustración. Aunque no es a través de lo trágico, sino de lo cómico y lo absurdo, de personajes con un pasado a sus espaldas que se mantiene oculto, que la vida se representa como una ficción, mostrando la mutabilidad de todas las cosas, que se transforman incesantemente a lo largo de su ciclo vital.
La fatalidad parece presidir, también, O último Mergulho, del descastado Monteiro, el último de los cineastas que llevarían la vida del cómico del siglo XIX a una nueva esfera. Una película más próxima a Évora de lo que, a primera vista, podría parecer. No en vano, ambas comparten varias imágenes iniciáticas que desarrollan una suerte de pasión lúgubre pero vitalista: el mar, tanto en su vertiente líquida (e inflamable) como en su aspecto de carretera sin fin, la muerte en vida o el suicidio y la velocidad de una vida que se sucede al ritmo de una bobina que gira y gira. Seguramente se trate de una idea de diversión y pena más bien romántica: caminar de noche cegado por un sol convertido en farolillo de fiesta, de pensión en pensión, viendo como para mear sentada hay que bajarse las bragas hasta los tobillos. Aunque seguramente sea más romántico abrazarse en silencio.
La vida dentro de la película y el cine como material de la realidad. Dos esferas que se funden la una sobre la otra. Como un boli que abandona el espacio reglado del papel y se divierte jugando con la pared. A veces la cámara parece olvidarse de la puesta en escena y de las decisiones tomadas para un futuro montaje; y en su lugar se dedica a sabotear toda planificación, haciendo del mundo un decorado que abraza éstas e infinitas posibilidades de ficción.
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Las películas de Mark John Ostrowski están llenas de material inflamable. A veces, no obstante, se queman frente a nuestros ojos, incendiando también el proyector que las ánima, transformado en un dispositivo que es, simbólicamente, la imagen de aquello que puede borrarse, de aquello que una vez quisimos ser y nunca seremos. Ser cineasta, cuando el relato trabaja sobre uno mismo, cuando el objeto y el sujeto se confunden, entraña un ejercicio de riesgo y supervivencia. Hacer cine para vivir, vivir para hacer cine: lo que puede amarse es, al mismo tiempo, capaz de destruir.
El cine, históricamente, camina del lado de lo vampírico. Es, en ese sentido, el procedimiento romántico por antonomasia; que imprime el mundo oculto en una pantalla habitada por personajes espectrales. Una fenomenología no-humana, maquinal, tecnológica, capaz de devolvernos la imagen de lo que no-es y sin embargo aparece, es. El ejercicio de mirar, de esta forma, constituye una suerte de redención final, donde el pasado vuelve sin cesar, desafiando las leyes sensibles que gobiernan nuestra percepción corriente del mundo.
Sin duda podría describirse el cine de Mark John Ostrowski dentro de ciertas corrientes autobiográficas que muestran el espacio familiar incluyendo al autor en la trama, como un personaje más. Y sin embargo, existen otras dinámicas en sus películas que debaten este y otros géneros, como documental o no-ficción, haciendo de lo real un elemento narrativo, al tiempo que se descubren lo performativo de muchas experiencias cotidianas. Así las cosas, lo más apropiado sería hablar de su trabajo como una fuerza que reflexiona sobre la dinámica social que gobierna el hacer y el ver películas. El cine, no obstante, se produce y se muestra para poder encontrarse con los otros, un campo para perderse y descubrir juntos. Más que realista, de esta forma, su cine sería realístico, en tanto que capaz de poner en imagen aspectos oscuros, carnales e íntimos que con frecuencia se nos escapan en el magma trivial de lo cotidiano. Una puesta en escena en la que confluyen diversas perspectivas: el espectador como personaje y el autor como motivo, de nuevo, el cine como material que se transforma de un estado a otro.
Lejos de constituir una experiencia placentera, donde el autor se ve reflejado y es capaz de entenderse, para Mark John Ostrowski el cine supone una fuente de felices traumas e intentas frustraciones. El espacio simbólico y proyectivo donde la cicatriz interior se somatiza. Entonces, más que un espejo, una película casera se transforma en un agujero a través del que es posible cuestionar la propia identidad, emergiendo del espacio a la manera de una profunda cueva, donde resuena un eco de preguntas que reverberan en la realidad. Son las voces y las miradas de los otros, de nuestros seres queridos y del espectador, incapaces de identificarse con el papel que les ha tocado jugar, así como incapaces de entender la imagen que uno tiene de sí mismo.
¿Quién es papá? ¿Una isla? Son preguntas que aunque están dentro del plano provienen desde otro tiempo y otro lugar. Se inaugura, de esta forma, un proceso nostálgico por lo que pudo haber sido. La lengua, que suele constituir un elemento que nos vincula con el mito de las raíces y la madre, se hace extraña, una extranjera permanente. Planos fijos, rostros que miran, que se miran. El egoísmo del que mira y a la vez desea. Para cada familia, una imagen, una sola imagen, y sin embargo la imagen de todos. Lo que nos une, pero también los separa. De la foto de una foto a la foto misma como único índice de la realidad. Una cuestión de mise en abysme.
Los procedimiento empleados por el cineasta podrían, no obstante, ponerse en práctica en el mundo de la clínica. Cada uno que encuentre su personaje. Una terapia que hace de la vida un pasaje esquizofrénico donde conviven el todo y la nada, en la consciencia de ida y vuelta del que se sabe actuando frente a una cámara. El escenario y el decorado como un círculo mágico que, al mismo tiempo, conjura y rechaza nuestros demonios. En cada gesto, la Historia del Cine, de Mekas a Akerman, vuelve como una farsa. Con todo, la puesta en imágenes de una filiación paterno-filial amenazada de muerte constituye un elemento central de su narrativa, tal y como puede verse en las preguntas y personajes que pueblan su cine.
El tiempo, frente a nuestros ojos, pasa, aunque la película no se termina de hacer, e incluso retrocede sin un eje temporal estrictamente teleológico. Productor, actor, guionista y director, Mark John Ostrowski, es, en definitiva, el cine en acción, el cine que se hace a todas horas, incluso sin dinero, a fuerza de voluntad. El dinero solapa las incisiones más superficiales de la psique. Las películas, en cambio, nos hacen convivir con lo que más duele, con nosotros: películas posibles que conviven en tensión, alimentando la figura de un cineasta poliédrico capaz de dar cita a pasajes magistrales al tiempo que revela lo mágico en lo trivial. Nunca es aburrido mirar al cielo, siempre más arriba y más lejos.